“Mi amor no precisa fronteras; como la
primavera, no prefiere jardín.”, Silvio Rodríguez
Discutía recién con un amigo sobre
nacionalismo. Y no pude evitar escribir una entrada cuando él me encaró con
esta hermosa frase.
Ayer creo que muchos de los que ardíamos
durante los últimos días en el fervor independentista, vimos nuestras ilusiones
desplomarse tras el batacazo que recibió CIU. El pueblo catalán dijo que no,
tirándonos así, de cabeza, de vuelta a la realidad.
Sin embargo, una vez superado el primer resplandor,
se da paso a la reflexión. ¿Fue egoísta el plan de Mas?, ¿es egoísta la
independencia?, pero por otro lado, ¿qué otra reacción le quedaba ante la
negativa del PP al pacto fiscal?, y además ¿no es la autodeterminación un
derecho básico?
La patria…, dícese de esa tierra natal o adoptiva ordenada
como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos,
históricos y afectivos. Habrá
quien niegue su existencia, y la repudie como una mera “invención” humana. Pero ni el más apátrida, puede dejar de
extrañar, ni aunque sea un poco, a la tierra que lo amamantó. Hay quien se sentirá más o menos
vinculado con esta, con sus costumbres y tradiciones, con su lengua y cultura.
Esto también dependerá de la propia idiosincrasia local, de la educación
particular recibida, de las circunstancias singulares que pueda atravesar la
cultura en la que se haya nacido, de cuestiones ideológicas…
Se dice
que es egoísta amar a tu patria, debiéndose amar a toda la humanidad. No
obstante, en la mayoría de los casos, la
hipocresía rebasaría a quien quiera que dijera esta frase. Y además “¿encima que ya llegaste a la
luna, te exigen ahora que llegues al sol?”. Puesto que lo utópico es una
irrealidad, seamos más prácticos. Aristóteles decía que la mejor cualidad de una sociedad
es una cierta amistad entre sus componentes. ¿No resulta sencillo lograr la
amistad a partir de una condición cultural?
Eso es lo
que los pensadores románticos creyeron, terminando por ser precursores de las
más terribles guerras y genocidios jamás habidos. Porque el amor es ciego e
irracional, y la pasión obcecada y fanática. Al menos en un nivel extremo, en
el que no se atiende a otra realidad, y el
militante racionalmente convicto se convierte en guerrero incondicional. Donde los opuestos se tocan, y el amor
a lo propio degenera en odio al diferente.
Y a
acción extrema, reacción igualmente extrema. “Gritaré que ardan las banderas”:
proteger la lengua introduciéndola en la vida institucional va contra la
libertad, reclamar el reconocimiento la propia entidad cultural es egoísta, y
llamar a un referéndum es antidemocrático. Como decía, en ese punto donde los
opuestos se tocan, ¿no se trata este del discurso más característico de un
ultranacionalista, que busca acallar a las minorías que horadan su territorio?
Así es, el ultranacionalista
es también antinacionalista, o mejor dicho, anti otros nacionalismos.
Tampoco
voy a dejar exento de crítica al más apátrida, que olvida el valor de la
interculturalidad humana, y menosprecia toda lucha por la autodeterminación.
¿No acaba asemejándose este a un títere globalizador, partidario de la
uniformización cultural?
La
primavera de los pueblos, que caminan juntos hacia el internacionalismo,
tampoco precisa de fronteras.
“La
uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida.”, Mijail
A. Bakunin