domingo, 12 de febrero de 2012

La importancia de la interculturalidad en un mundo que le es hostil



Hace un par de días, buceando por la aún sin clausurar Youtube, vine a dar con un descubrimiento fantástico. Un programa de Catalunya Radio, de nombre “Do de llengües” (don de lenguas), al que durante horas no me pude despegar. De formato sencillo, esta breve emisión dedica cada semana algo menos de 5 minutos a una de las 6.000 lenguas que aún hablamos, analizando su situación, sus características gramaticales, y finalmente dando un par de pinceladas en esta. 6.000 lenguas, cierto, pero de las cuales un 90% peligran de desaparecer en este siglo, siendo el 96% de este crisol lingüístico preservado por tan sólo el 4% de la población de la orbe. El programa finaliza siempre con una misma breve, pero muy profunda frase: Cada cop que desapareix una llengua perdem una manera d’entendre el mon, una manera de viure’l i de descriure’l. Cada cop que desapareix una llengua, ens fem més pobres, més homogenis y perdem l'oportunitat d’enriquir-nos amb l'aportació de l'altre.” (Cada vez que desaparece una lengua perdemos una manera de entender el mundo, una manera de vivirlo y de describirlo. Cada vez que desaparece una lengua, nos hacemos más pobres, más homogéneos y perdemos la oportunidad de enriquecernos con la aportación del otro). No pudiendo parar de darle vueltas, quise escribir la presente entrada.

Recuerdo como una vez, charlando con un amigo, este me vino a defender lo bueno que sería el que todos nos pusiéramos de acuerdo en priorizar el aprendizaje de una sola lengua, dejando aparte todas las demás, en vista a lograr así  un “entendimiento global”. Además de destacar la practicidad que este monolingüismo tendría, también me llegó a sugerir como una lengua mundial única facilitaría notablemente la construcción de una paz universal.

 Lo cierto es que, durante mucho tiempo, la diversidad lingüística se ha asociado a la idea negativa de la incomunicabilidad de las culturas, idea reforzada por la imagen bíblica de la Torre de Babel, la imagen del mundo que se ve condenado por el castigo divino a la confusión lingüística y a la incomprensión. Es así como a lo largo de la historia se ha tenido como requisito casi indispensable para la consolidación de un gran Estado, su construcción en base a una única cultura, aparentemente “superior” a todas las otras que este pudiera poseer. Desde los romanos prestigiando el uso del latín e infravalorando las demás lenguas consideradas como “bárbaras”, hasta los conquistadores españoles ridiculizando las creencias de los pueblos indígenas de Latinoamérica y educándolos en la “verdadera fe”, o llegando también a los nacionalismos modernos como el de Francia o Alemania, países en los que lenguas locales que no sean francés o alemán, son casi sinónimo de lenguas en peligro de extinción.

Erróneamente, muchas veces (ya casi es un cliché entre las voces críticas) se ha denunciado que este “afán de unidad” ha venido siempre de la mano de los intereses egoístas y ambiciosos de “los poderosos”. Pero lo cierto es que no podemos cargar el peso de la culpa en personas o clases concretas, puesto que en esta “relativa infracción moral” ha incurrido el global de la sociedad occidental.   Y digo relativa, puesto que esta conculcación se verá anulada si tomamos de base la mentalidad occidental de los últimos siglos.

 Es difícil concebir que una civilización se sustente en una moral considerada como pecaminosa, lo cual significa que esta monoculturización ha tenido que gozar de legitimidad. Y así es como esta mentalidad de unificación y de  superioridad de unas culturas sobre otras se ha legitimado fundamentándose en una fuerte  base moral e intelectual, que, sorprendentemente, los filósofos occidentales han compartido en su práctica mayoría, y que, por lo tanto,  también la generalidad de los europeos, y más tarde, la generalidad de los norteamericanos, han compartido. Desde Platón, con su aristocracia o “gobierno de los mejores”, hasta Montesquieu, hablando de los “pueblos periféricos”, Kant, con su ideal humano que siempre responde a un espacio geográfico y a un grupo social bien determinados,  Hume y Locke,  con la idea del humanismo de la sola naturaleza humana, igual para todos los hombres, aunque escasamente desarrollada en los niños, dementes y “salvajes”, es decir, con su idea de la naturaleza cuyo grado de desarrollo más elevado va siempre a localizarse en Europa, y, además, en sus élites, o incluso Marx, cuya revolución, al fin y al cabo, fue diseñada exclusivamente para los países industriales europeos en los que el proletariado había emergido. Raras veces va a plantearse el poner en duda esta mentalidad eurocéntrica, esa idea racista y etnocéntrica, que tiene como colofón de su soberbia la muy difundida idea de la “misión del hombre blanco de civilizar” a los que, para nosotros, han sido los “pueblos nuevos”.

Como explicación al origen de este “paradigma de la superioridad”,  me he conformado con esta constatación del científico Santiago Ramón y Cajal: “El hombre amará siempre con predilección el medio material y moral próximo, es decir, su campanario su región y su raza, y consagrará solamente un tibio afecto rayano en la indiferencia al medio lejano. Como quien dice, tiramos siempre pa lo de casa.
En la más inmediata modernidad la diversidad cultural se haya más vulnerable que nunca a los intereses del que ha sido su mayor enemigo: la globalización simplificadora.  En una sociedad en la que las ideologías han perecido, una sociedad de “sueños rotos”, que ha conocido la barbarie humana en su máximo exponente, una sociedad que ha perdido su identidad y se siente desnuda, en la que hemos perdido nuestro sentimiento de grupo, nuestra afinidad con un determinado empleo, con un determinado hobbie,  con un determinado país, con unas determinadas ideas… y sobre todo  una sociedad que, en estas circunstancias de intemperie, ha visto como el capitalismo se ha impuesto en el mundo como sistema triunfante de la Guerra Fría. En esta sociedad de depresiones, individualismo y soledad, en su devastación parece haberse caído todo… menos los centros comerciales.

Vendiéndonos el mito de la “Aldea Global”, se ha globalizado la opresión de los pueblos y la libertad del capital y de sus medios de información para el monopolio del mercado en nombre del llamado “libre comercio” (véase movimiento antiglobalización). No, no hemos pasado a ver en nuestras ciudades un cachito de cada una de las distintas culturas del mundo, como nos han querido hacer creer, si no que estamos pasando a ver en todas las ciudades del mundo las mismas marcas de ropa, las mismas cadenas de restaurantes, las mismas tiendas de electrodomésticos, las mismas sucursales bancarias, la misma música, las mismas películas,… que las mismas multinacionales han creado y vendido a costa, muchas veces, de la explotación de países tercermundistas. Y aún más escalofriante es esa globalización de la cultura hedonista del materialismo, del consumismo o de la indiferencia, que está calando tan fuertemente en el sector más vulnerable de la sociedad, la juventud.

Se ha minusvalorado la pluralidad, se han despreciado las culturas locales por “minoritarias”, y no se ha visto utilidad en  preservar las costumbres, las tradiciones y las lenguas  indígenas, se ha repudiado la inmigración e incluso está emergiendo con mucha fuerza un “neoprovincianismo”, reaccionario y “pueblerino”, de tintes nacionalsocialistas. Y de la mano del ataque a la multiculturalidad, ha venido una degradación de nuestra humanidad. "¿Donde está realmente una identidad construida a través de la oralidad, a través de nuestras tradiciones? Eso desaparece con esta mercantilización que nos ha llevado a un mundo Macdonalizado, globalizado.", decía en una entrevista el profesor de la Universidad Complutense de Madrid, Juan Carlos Monedero.

Porque solos, envolviéndonos en la misma burbuja de todos los días, en la rutina de la contradicción liberal-hedonista,  prescindiendo de nuestra consustancial curiosidad y deseo por conocer, nos vamos idiotizando en la soberbia del racionalismo y la cerrazón. Porque todavía nos quedan por conocer tantos modos de vida distintos, tantas creencias distintas, tantos valores nuevos, costumbres distintas, formas distintas de supervivencia, de hacer medicina, formas distintas de organización, de solucionar problemas, por muy superior que consideremos que sea nuestra cultura. Porque necesitamos tener una identidad, resaltar los diferentes medios de vida a los que tenemos acceso cada pueblo, y sobre todo por tener algo que aprender de los demás. Por todo ello tiene tanta importancia el mantener la interculturalidad de nuestro mundo, mantener viva la esencia de los pueblos, esencia que, al fin y al cabo, viene conformada mayoritariamente en la lengua.

¿Una revolución copernicana con la estructuración de un paradigma de la interculturalidad, de una revolución del mestizaje que, frente al agotamiento que presentan algunos proceso de la vieja Europa, proceda a la incorporación de culturas emergentes, así como a la eliminación de purismos o exclusiones? Es una hipótesis,  que cada vez más y más variados intelectuales defienden.

Desde luego, en la búsqueda de una inalcanzable irrefutabilidad, si me preguntaran: “¿por qué no un mundo monocultural?” Contestaría algo mucho más sencillo: “Porque sería un mundo aburrido”.






Bibliografía: "Filosofía, Educación e Interculturalidad", de José Luis Mora García

Tecnoburocracia, formalismo jurídico, interculturalidad y revolución cultural, de Saúl Rivas-Rivas

Paradigma de la interculturalidad, de Angel Marcelo Ramírez Eras
Negociaciones regionales: ¿qué idiomas privilegiar?, de Blanca Margarita Ovelar de Duarte

Para saber más:
 -sobre internacionalismo:
-sobre el movimiento antiglobalización:




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